sábado, 27 de junio de 2015

El Acto Debe Continuar


BASADO EN HECHOS REALES.

Nada combuste aún. El malabarista del fuego, juega con su martillo y su azadón. Lo pasa por su espalda y recibe aplausos. La música muere, y todos pierden la concentración. El protagonismo es arrebatado por el ayer y la noche... por los pitos. De entre todo el alboroto producido por el público, alguien aun observaba con detenimiento la presentación. Era un niño, y en sus grandes e inexpresivos ojos, se podía detallar al malabarista lanzando sus cadenas de vuelta a Dios, en un magnifico despliegue de habilidades. En el reflejo de sus ojos el acto transcurría con normalidad, exceptuando un detalle: a diferencia del atlético joven que actuaba, en el brillo maligno de sus pupilas, se mostraba un malabarista en estado deplorable de salud, enfermo, casi un cadáver asomado al mundo de los vivos, un cadáver acróbata, que lo seducía.
La jocosa melodía de circo irrumpió de nuevo el lugar, dándole sentído al acto; y el pequeño reaccionó a esta, como despertando súbitamente de un sueño... Entre sus prematuras vísceras, una ronca y pausada respiración se escuchaba, haciéndose cada vez más fuerte... Parecía que la música lo enloquecía, le provocaba un efecto drástico, una angustia. Entonces fue que el niño apoyo sus manos en el pavimento y se puso de pie, para correr con gestos torpes pero decididos hacia el peligroso acto.
¡Cuidado! -gritó el público- Y quedó sin aliento.
El malabarista que no se dejaba de entretener a su audiencia, torció los ojos en busca del peligro, logrando ver al pequeño por tan solo tres veces: La primera, vio quel niño aún a algunos metros de distancia, se dirigía con un gran gesto de curiosidad a los peligrosos instrumentos que componían su acto. Tomó aire y aun sin dejar caer sus clavas, miró por segunda vez. De fondo, los rostros de la gente se abrían en cámara lenta como el diafragma de una cámara, mientras señalaban al niño, que ya más cercano, había posado sus ojos grandes y vacíos en los del artista, su cara como una mancha de acuarela.
El Malabarista perdió el equilibrio. Agarró una de las clavas en el aire, pero sus dedos resbalaron y todo se hizo confuso. Se agachó rápidamente para recogerla; y volvió su vista al frente. El público bramaba de pie, la música de circo era siniestra. Los brazos del niño se estiraron para alcanzar una de las antorchas, que extrañamente reaccionó de inmediato al tacto del pequeño, prendiéndose en llamas. La audiencia estaba aterrorizada pero el niño reía de manera descomunal con el resplandor, azul del fuego, lo que asusto al malabarista, que miraba angustiado como el pequeño acercaba su extraña cara al fuego.
La multitud gritaba. Todo estaba mal.

Alarmado, uno de los pocos cirqueros con piernas y brazos; se acercó con rapidez  para apagar la antorcha, con un sencillo soplido y unos cuantos pisotones, llevando en brazos al niño de vuelta a su lugar bajo los aplausos del aliviado y enardecido público.
El malabarista tomaba los aplausos como propios y pensaba que este acto era memorable. Todo regresaba al fin a la normalidad y era un éxito. Con una serie de arriesgadas piruetas la efervescencia el público se hacía cada vez más notoria. Algunos comentaban el suceso, al menos algo, les había pasado hoy.
Como no es de esperarse, la calidad de sonido de los eventos culturales falla y por supuesto que esta no es la excepción. La música  vuelve a traicionar al artista; pero esta vez, un feo hombrecillo del mediocre circo, enrolló un periódico para avisarle a la gente, que había daños en el sonido y que por favor disculparan las molestias, despidiéndose con la célebre frase "el acto debe continuar".
De a poquito, la concentración abandonaba el lugar y se perdía en el aire. Una alarma a lo lejos sonaba. La gente a miraba a su rededor. pensamientos aún volaban y los ex-espectadores haciendo brindis con sus vacías cabezas, se besaban comían dulces, hablaban pendejadas. El malabarista era ignorado, y sin embargo jugaba. El caluroso sol se detuvo, y una amplia sombra lo cubrió, como una nube exclusiva para él. En su mente fresca, pudo recordar a aquel niño, su risa y su perturbador rostro. Todo era un silencio, pasaba el fuego por su espalda y continuaba. No advirtiendo esta vez, que las llamas habían tocado uno de los bolsillos de su estrafalario pantalón.
La cínica melodía circense resurgió. Y por fin el público advertiría al entretenido hombre vuelto en llamas. Primero hablaron en voz baja. "Ese hombre, se está quemando." Luego gritaron ahogados o obvio, esperando que su locura botara espuma y apagara el fuego que se apoderaba del animador.
El malabarista, que es el único que se importa, miró su pantalón, lanzó su acto al cielo, y se echó a rodar. El público desesperado acudió a sus bolsos buscando una cámara que registrara el macabro evento. Pero enfurecían y se preocupaban al darse cuenta que sus dispositivos, de alguna manera extraña, estos ya no estaban.

Un niño de demacrado rostro y gran sombra, aprovechó la falta de atención para situarse junto al malabarista que aún luchaba por su ignorada vida. Una luz impresionante parpadeo.
Y al fin un hombre, empleando un pequeñísimo extintor; apagó el carbón, bajo los aplausos de alivio de la multitud. Mientras del cielo caían apagados sus dones.

Aprovechando el sonar imbécil de las palmas, el niño y su sombra, resoplaron sobre los espectadores y regresaron cada cámara, cada celular tomado, a sus respectivos dueños, con el amargo registro de dos negras figuras, junto al cadáver del artista, su martillo y su azadón.

Belial

lunes, 1 de junio de 2015

El Hombre Ciego

Desde lo alto
de su monumental catástrofe.
Atrapado tras dos puertas
de p
eludos labios
y una lengua redonda
inerte;
el ser humano
se hizo ciego.

Imaginaba...

Y rojas y panorámicas palabras
se deformaban en la anchura
dando vueltas vueltas
hasta romperse.

De las humeantes grietas
salian significados
que caminaban
hasta presentarse

Desequilibrada su mente.

Veía
los árboles enfermos
avanzar con venganza.Se llevaba las manos a la cara.
y la arrugaba con un grito.

Pero por más que se tapaba,
todo ahí seguía.

Terneros sin extremidades
lactaban desde las endebles ramas.

Los caballos a distancia le miraban de reojo.
Podridas sus espaldas.

"¡Oh salvaje imaginación!
He llegado a donde habitan las palabras."
- decía el hombre -

Mientras los pasos de su lumbre,
como fila de hormigas,
extendidos por la negra tierra
hasta alcanzar la cima
de uno de los árboles.

Tan pronto la primera alcanzo el dosel,
se tensó la pita y haló al hombre,
para columpiarlo sobre sus negros asuntos.


Belial.