BASADO EN HECHOS REALES.
Nada combuste aún. El malabarista
del fuego, juega con su martillo y su azadón. Lo pasa por su espalda y recibe
aplausos. La música muere, y todos pierden la concentración. El protagonismo es
arrebatado por el ayer y la noche... por los pitos. De entre todo el alboroto producido
por el público, alguien aun observaba con detenimiento la presentación. Era un
niño, y en sus grandes e inexpresivos ojos, se podía detallar al malabarista
lanzando sus cadenas de vuelta a Dios, en un magnifico despliegue de
habilidades. En el reflejo de sus ojos el acto transcurría con normalidad,
exceptuando un detalle: a diferencia del atlético joven que actuaba, en el brillo
maligno de sus pupilas, se mostraba un malabarista en estado deplorable de
salud, enfermo, casi un cadáver asomado al mundo de los vivos, un cadáver
acróbata, que lo seducía.
La jocosa melodía de circo irrumpió
de nuevo el lugar, dándole sentído al acto; y el pequeño reaccionó a esta, como
despertando súbitamente de un sueño... Entre sus prematuras vísceras, una ronca
y pausada respiración se escuchaba, haciéndose cada vez más fuerte... Parecía
que la música lo enloquecía, le provocaba un efecto drástico, una angustia.
Entonces fue que el niño apoyo sus manos en el pavimento y se puso de pie, para
correr con gestos torpes pero decididos hacia el peligroso acto.
¡Cuidado! -gritó el público- Y
quedó sin aliento.
El malabarista que no se dejaba
de entretener a su audiencia, torció los ojos en busca del peligro, logrando
ver al pequeño por tan solo tres veces: La primera, vio quel niño aún a algunos
metros de distancia, se dirigía con un gran gesto de curiosidad a los peligrosos
instrumentos que componían su acto. Tomó aire y aun sin dejar caer sus clavas,
miró por segunda vez. De fondo, los rostros de la gente se abrían en cámara
lenta como el diafragma de una cámara, mientras señalaban al niño, que ya más
cercano, había posado sus ojos grandes y vacíos en los del artista, su cara
como una mancha de acuarela.
El Malabarista perdió el
equilibrio. Agarró una de las clavas en el aire, pero sus dedos resbalaron y
todo se hizo confuso. Se agachó rápidamente para recogerla; y volvió su vista
al frente. El público bramaba de pie, la música de circo era siniestra. Los
brazos del niño se estiraron para alcanzar una de las antorchas, que
extrañamente reaccionó de inmediato al tacto del pequeño, prendiéndose en
llamas. La audiencia estaba aterrorizada pero el niño reía de manera descomunal
con el resplandor, azul del fuego, lo que asusto al malabarista, que miraba
angustiado como el pequeño acercaba su extraña cara al fuego.
La multitud gritaba. Todo estaba
mal.
Alarmado, uno de los pocos
cirqueros con piernas y brazos; se acercó con rapidez para apagar la antorcha, con un sencillo soplido
y unos cuantos pisotones, llevando en brazos al niño de vuelta a su lugar bajo los
aplausos del aliviado y enardecido público.
El malabarista tomaba los
aplausos como propios y pensaba que este acto era memorable. Todo regresaba al
fin a la normalidad y era un éxito. Con una serie de arriesgadas piruetas la efervescencia
el público se hacía cada vez más notoria. Algunos comentaban el suceso, al
menos algo, les había pasado hoy.
Como no es de esperarse, la
calidad de sonido de los eventos culturales falla y por supuesto que esta no es
la excepción. La música vuelve a
traicionar al artista; pero esta vez, un feo hombrecillo del mediocre circo,
enrolló un periódico para avisarle a la gente, que había daños en el sonido y que
por favor disculparan las molestias, despidiéndose con la célebre frase
"el acto debe continuar".
De a poquito, la concentración
abandonaba el lugar y se perdía en el aire. Una alarma a lo lejos sonaba. La
gente a miraba a su rededor. pensamientos aún volaban y los ex-espectadores
haciendo brindis con sus vacías cabezas, se besaban comían dulces, hablaban
pendejadas. El malabarista era ignorado, y sin embargo jugaba. El caluroso sol
se detuvo, y una amplia sombra lo cubrió, como una nube exclusiva para él. En
su mente fresca, pudo recordar a aquel niño, su risa y su perturbador rostro. Todo
era un silencio, pasaba el fuego por su espalda y continuaba. No advirtiendo
esta vez, que las llamas habían tocado uno de los bolsillos de su estrafalario
pantalón.
La cínica melodía circense resurgió.
Y por fin el público advertiría al entretenido hombre vuelto en llamas. Primero
hablaron en voz baja. "Ese hombre, se está quemando." Luego gritaron
ahogados o obvio, esperando que su locura botara espuma y apagara el fuego que
se apoderaba del animador.
El malabarista, que es el único
que se importa, miró su pantalón, lanzó su acto al cielo, y se echó a rodar. El
público desesperado acudió a sus bolsos buscando una cámara que registrara el
macabro evento. Pero enfurecían y se preocupaban al darse cuenta que sus
dispositivos, de alguna manera extraña, estos ya no estaban.
Un niño de demacrado rostro y gran sombra, aprovechó la falta de atención para situarse junto al malabarista que aún luchaba por su ignorada vida. Una luz impresionante parpadeo.
Un niño de demacrado rostro y gran sombra, aprovechó la falta de atención para situarse junto al malabarista que aún luchaba por su ignorada vida. Una luz impresionante parpadeo.
Y al fin un hombre, empleando un
pequeñísimo extintor; apagó el carbón, bajo los aplausos de alivio de la
multitud. Mientras del cielo caían apagados sus dones.
Belial